23.4.06

El rojo anucia la llegada del buen tiempo: la rosa de San Jorge, los tomates que saben a tomate, las fresas en las fruterías. Dice Eva que las fresas hay que lavarlas como si el jornalero se hubiese meado en ellas. Me encantan esos toques de genialidad que tiene.

Y volviendo a San Jorge, al Día del Libro, es una pena que no se haya importado plenamente a otra partes esa fiesta que hemos inventado los catalanes. En Madrid, de rosas, pocas. En Preciados, eso sí, puestecitos de venta de libros con el diez por ciento de descuento. Algo es algo. El otro día se celebró la Noche del Libro, que es una serie de actos gratuitos por todo el centro de Madrid que los hacen todos en un solo día para que te des cuenta de lo mucho que te pierdes si no posees el don de la ubicuidad.

Héctor, Eva y yo, que lo de la ubicuidad no lo tenemos muy trabajado todavía, elegimos meternos en la Casa Encendida, donde proyectaban Fahrenheit 451, la de Truffaut. El protagonista es un señor al que le pagan por quemar libros porque en la sociedad retrofuturista en la que vive se considera que leer es una causa de sufrimiento. El caso es que al señor le pica el gusanillo y se lleva de estranjis algunos de los libros que debería pasar por el lanzallamas. Efectivamente, la vida se le complica y encuentra un punto de sufrimiento pero descubre una comunidad de amantes de los libros. Cada uno de sus miembros, en lugar de intercambiar rosas y libros, memoriza un clásico universal para transmitirlo a las siguientes generaciones cuando todos los libros hubieran sido pasto de las llamas. Yo me pediría El Principito.

Como traductor, hice un par de reflexiones: como los protas de la peli hablaban inglés, se supone que cuando alguien memorizaba un libro extranjero, por ejemplo el Quijote o el Tao Te Ching o la Biblia, lo que hacía era memorizar una traducción al inglés. Así, es la traducción y no la obra original lo que termina convirtiéndose en clásico inmortal. Y seguro que a esos memoriones no se les ocurrió que, sin esa traducción, no podrían leer y memorizar la obra y que, por lo tanto, no perduraría.

También hay otro tema: los propios memoriones son como los traductores de libros en cierto sentido. Absorben una obra y luego la repiten con su propia voz para que llegue a los demás.

Otra cosa que se me ocurrió es que los de la SGAE se tirarían de los pelos al ver como la peña memoriza y transmite libros sin pagar derechos de autor.

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